De cuando me robaron un domingo
Hace un par de meses mi madre quiso que la acompañara a un evento muy misterioso. Había recibido un llamado de ésos que prometen una estadía en no sé dónde para darte la lata con una “promoción conveniente”. Mi madre no es de las que caen en estas trampas, y de hecho insistió que no quería que le vendieran nada, pero ya se sabe del poder que estas empresas tienen y, quizá con desconfianza, fue que pidió mi compañía.
Fue un domingo en enero, en un lugar cercano a Lyon con Providencia. Cuando ingresamos a la casa de lo que pensábamos era una agencia de viajes, aparece una joven muy maquillada y sonriente. “Lo vamos a pasar muy bien” asegura ante nuestras escépticas miradas. Era una chica amable en extremo. Ahí parte precisamente la estrategia de estos negocios, en una fingida y forzada amistad con el relacionador público o promotora en este caso.
Canciones de Shakira y Miranda animaban el ambiente. El volumen de la música resultaba molesto y muy lejano a mi concepto de diversión. En la sala había mesas, y ofrecían tragos y jugos. De verdad, la música sonaba muy fuerte y ahí mismo me di cuenta que estábamos fritas. La diversión empezaba para ellos.
Nos sentamos en una mesa como si estuviésemos en un pub, lo cual resultaba bastante ridículo para ser las 3 de la tarde. Nos preguntó si nos gustaba U2 (tema de moda por esos días), nuestra opinión sobre las locuras de Paulina Nin -quien por esa semana llamaba la atención de los programas de farándula por un seudo intento de suicidio-, luego la edad. Para variar, tanto a mi madre como a mi, nunca nos creen la edad. Entonces ella se desvivió por alabarnos y consultar por nuestro secreto de juventud (hasta me comparó con Penélope Cruz). El asunto me hacía harta gracia, pues todo el rato pensaba que la cosa era como para recrearla en un sketch tipo Plan Z o Factor Humano, o al menos contarla en el blog. Nos preguntó si acaso nuestro cutis tan perfecto se debía a que éramos vegetarianas o alguna otra cosa rara. Lo decía como si eso se tratara de una secta. Yo tenía ganas de contestarle que en realidad pensaba que el secreto estaba en rechazar el maquillaje, pero me sonó algo ofensivo viendo su cara embetunada. Bueno, la cosa es que se tardó casi una hora en “entrar” con estas conversaciones que definitivamente no llevaban a ninguna parte. Estaba claro que en algún momento tendría que hablarnos del asunto para el cual nos llamaron.
La explicación del servicio que ofrecía la empresa y esta innegable oportunidad que nos significaba, fue bastante confusa. No entendimos hasta que la chica fue a buscar a un tipo gordito, que se acercaba exclusivamente cuando el cliente ya está listo, o sea, comprando el cuento. Mi madre le preguntó cada duda, una y otra vez, y siempre había muchos cabos sueltos. Él apelaba a una ciega confianza que debíamos tener en la empresa, pero ella se sentía en el cuento del tío, así que se empeñó en conocer a cabalidad el extraño intercambio de servicios. Se trataba de un club de viajeros, que obviamente requiere del pago de cuotas. La oportunidad de firmar se remitía sólo a ese día, por lo que el conflicto creció cuando el tipo se ofendió por la desconfianza de mi madre, que quería investigar y pensar los beneficios del servicio por más tiempo. Hasta esas alturas, tanto la promotora como yo nos mirábamos las caras con resignación. Un domingo improductivo para ella, que no pudo captar un cliente, y yo, que no perdoné la pérdida de una linda tarde de domingo.
Fue un domingo en enero, en un lugar cercano a Lyon con Providencia. Cuando ingresamos a la casa de lo que pensábamos era una agencia de viajes, aparece una joven muy maquillada y sonriente. “Lo vamos a pasar muy bien” asegura ante nuestras escépticas miradas. Era una chica amable en extremo. Ahí parte precisamente la estrategia de estos negocios, en una fingida y forzada amistad con el relacionador público o promotora en este caso.
Canciones de Shakira y Miranda animaban el ambiente. El volumen de la música resultaba molesto y muy lejano a mi concepto de diversión. En la sala había mesas, y ofrecían tragos y jugos. De verdad, la música sonaba muy fuerte y ahí mismo me di cuenta que estábamos fritas. La diversión empezaba para ellos.
Nos sentamos en una mesa como si estuviésemos en un pub, lo cual resultaba bastante ridículo para ser las 3 de la tarde. Nos preguntó si nos gustaba U2 (tema de moda por esos días), nuestra opinión sobre las locuras de Paulina Nin -quien por esa semana llamaba la atención de los programas de farándula por un seudo intento de suicidio-, luego la edad. Para variar, tanto a mi madre como a mi, nunca nos creen la edad. Entonces ella se desvivió por alabarnos y consultar por nuestro secreto de juventud (hasta me comparó con Penélope Cruz). El asunto me hacía harta gracia, pues todo el rato pensaba que la cosa era como para recrearla en un sketch tipo Plan Z o Factor Humano, o al menos contarla en el blog. Nos preguntó si acaso nuestro cutis tan perfecto se debía a que éramos vegetarianas o alguna otra cosa rara. Lo decía como si eso se tratara de una secta. Yo tenía ganas de contestarle que en realidad pensaba que el secreto estaba en rechazar el maquillaje, pero me sonó algo ofensivo viendo su cara embetunada. Bueno, la cosa es que se tardó casi una hora en “entrar” con estas conversaciones que definitivamente no llevaban a ninguna parte. Estaba claro que en algún momento tendría que hablarnos del asunto para el cual nos llamaron.
La explicación del servicio que ofrecía la empresa y esta innegable oportunidad que nos significaba, fue bastante confusa. No entendimos hasta que la chica fue a buscar a un tipo gordito, que se acercaba exclusivamente cuando el cliente ya está listo, o sea, comprando el cuento. Mi madre le preguntó cada duda, una y otra vez, y siempre había muchos cabos sueltos. Él apelaba a una ciega confianza que debíamos tener en la empresa, pero ella se sentía en el cuento del tío, así que se empeñó en conocer a cabalidad el extraño intercambio de servicios. Se trataba de un club de viajeros, que obviamente requiere del pago de cuotas. La oportunidad de firmar se remitía sólo a ese día, por lo que el conflicto creció cuando el tipo se ofendió por la desconfianza de mi madre, que quería investigar y pensar los beneficios del servicio por más tiempo. Hasta esas alturas, tanto la promotora como yo nos mirábamos las caras con resignación. Un domingo improductivo para ella, que no pudo captar un cliente, y yo, que no perdoné la pérdida de una linda tarde de domingo.
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